TAN REAL COMO UN DEUS EX MACHINA / Por Daniel Bencomo

A mediados del siglo pasado, en la embriaguez de la aristocracia que fundan los círculos del arte, Elmyr de Hory produjo una gran cantidad de piezas pictóricas que emulaban fielmente a las de pintores imprescindibles. A través de Fernand Legros, marchante de arte de poco escrúpulo, de Hory logró estafar a algunos de los más serios coleccionistas y especialistas. Historia similar es la del falsificador alemán Wolfgang Beltracchi, que tras 35 años de labor indetectable fue arrestado en 2011, al cometer un error en el cuadro Red picture with horses, que se atribuía a Heinrik Campendonk.

De lo contrario se vuelve aburrido, y pierde toda atracción
FERNAND LEGROS

Tales historias alcanzan la superficie por onerosas y, en su volverse visibles, ponen en colapso uno de los postulados que soportan al arte de la modernidad y a su dispositivo más tradicional, la obra pictórica: a saber, la prioridad de la autoría —y a ella inherente, la genialidad— como condición necesaria de su ser arte. Sin embargo, el que una pieza falsificada alcance el mismo efecto estético que un original a la mirada de especialistas, hace muy compleja una postura respecto a la falsificación de arte. Pareciera que el juicio que recae sobre tal práctica es impulsado por fuerzas ajenas a la reflexión estética, las cuales podrían vincularse con el capital especulativo del mercado del arte.

Cuando la obra se enajena de su condición estética y es considerada como objeto de mercado, tanto por creadores como por compradores, es cuando la falsificación deviene en crimen. Más allá de la persecución de índole moral, legal y económica, puede considerarse que el cambio del arte en Occidente es una modificación de prácticas comunes que han encontrado vida en la singularidad y potencia de un gesto, de una obra. Los declarados genios, como podría alegorizar el motivo del Ágios Christophoros, han cruzado más de un cauce en hombros de otro genio. La singularidad absoluta es tan real como un deus ex machina. De ahí que uno pueda lanzarse la pregunta ¿qué mueve al falsificador? ¿la avidez de opulencia o la ambición de superar al artista?… y sentarse junto al río a esperar por la respuesta.

La actual hiperproducción de signos escritos e icónicos es el filtro con que vemos el mundo. Prácticas que pueden considerarse cercanas a la falsificación, como la apropiación y la uncreative writing, —cuyo gurú es el polémico Kenneth Goldsmith—, han perturbado en las últimas décadas las convenciones sobre el arte y aspiran a discutir, el lugar y el valor que éste juega en Occidente, que declara en su delirio haber superado su condición moderna. Porque si no perturba hasta la médula y muestra la inconsistencia de aquello que creemos verdadero, ¿no se vuelve el arte demasiado aburrido?